miércoles, 30 de enero de 2008

La Mancha, territorio de la imaginación

«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo...» Así empieza la historia de don Alonso Quijano, vecino de un «lugar» -aldea, pueblo o villa, no se sabe- que Cervantes quiso que quedara a propósito oculto, tal vez «por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele», según se lee en las últimas páginas de la novela. Azorín, cuando anduvo y escribió La ruta de don Quijote, aseguró –con quijotescos argumentos- que don Alonso Quijano había nacido, sin duda alguna, en Argamasilla de Alba, un pueblo andante que cambió su ubicación varias veces tras algún desastre.
No merece la pena llevarle la contraria a Azorín, mejor será tomarle como guía por un paisaje singular: «la llanura ondula suavemente, roja, amarillenta, gris, en los trechos de eriazo, de verde imperceptible en las piezas sembradas. Andáis una hora, hora y media; no veis ni un árbol, ni una chacra, ni un rodal de verdura jugosa.» La Mancha, «país severo de áridos páramos» lo llamó Alejandro Dumas; este es el paisaje que salió a caminar hasta tres veces don Alonso, ya convertido en caballero andante, y es también un paisaje que Cervantes recorrió una y otra vez, en viajes interminables y sucesivos entre Castilla y Andalucía, al paso de diez o doce leguas por tirada.
La Mancha es, en efecto, la llanura más extensa de la península, y constituye su principal seña de identidad. Levantada sobre un declive a más de 800 metros, la llanura manchega se caracteriza también por la presencia del agua –el río Guadiana la atraviesa, desde las Lagunas de Ruidera hasta las Tablas de Daimiel- y por algunas construcciones emblemáticas que El Quijote convierte en protagonistas, como los molinos de viento, las norias, los bombos (refugios agrícolas aislados), las ventas que jalonaban los caminos y los pequeños pueblos con sus viviendas populares, bajas y amplias. Tampoco hay que olvidar el paisaje humano que Cervantes supo retratar con tanto ingenio, ironía y ternura. El bueno de Sancho Panza, convertido en escudero de caballero andante, tal vez encarne mejor que ningún otro el tipo de labrador manchego.
La elección cervantina de La Mancha como territorio de la imaginación supuso en la historia de la literatura un acierto doble: si por una parte el convertir las fabulosas florestas y los castillos ideales de los libros de caballería en campos polvorientos y ventas aisladas tuvo un inmediato efecto paródico y supuso una súbita inmersión en la realidad más acuciante, tampoco hay que olvidar que la locura de don Alonso Quijano no se limita a imaginar sus aventuras en la pasividad de su casa, sino que el hidalgo toma su rocín, su lanza, su adarga y sale a caminar veredas y campos, calores y fríos, por su tierra. Lección que aprendieron bien Azorín y otros escritores del 98, cuando decidieron salir a recorrer con un hatillo al hombro el mismo paisaje manchego, pueblo a pueblo, única manera de conocer, de verdad, un país.


PAISAJE
DE LOS LIBROS DE CABALLERÍAS
*Territorios de nombres altisonantes
*Lugares irreales e imaginarios
*Bosques encantados, florestas tupidas
*Castillos
*Reyes, princesas, caballeros
***
PAISAJE
DEL QUIJOTE
*La Mancha
*Aldeas y pueblos reales
*Llanura sin árboles, caminos de polvo
*Ventas
*Venteros, criadas, arrieros